Elgar, o el arte de terminar

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Elgar
Elgar posando con bastón y bigote alrededor de 1900.

 

Sir Edward Elgar, del que ya se ha hablado en otras ocasiones en A Orillas del Támesis [110 años con Elgar], es uno de esos autores que tiene el privilegio de resultar aburrido a la mayoría de melómanos. Los motivos no son nada variados: la falta de elementos sorpresivos, de giros dramáticos, y una sensibilidad del todo estática, sobrevolando una elegante tranquilidad.

Dentro de la estética del cambio de siglo xix al xx, las grandes formas  orquestales tiene un apapel fundamental. Apenas hay grandes autores que no hayan escrito piezas de alrededor de una hora, con un despliegue ténico e instrumental sin precedentes. Es evidente que que no todos los autores supieron controlar debidamente este registro, y quizás sea uno de los morivos por los que solo se tienen como verdaeros maestros un puñado de autores. Mientras que los grandes simfonistas de incios del siglo xx  (pienso en autores tan dispares como Gustav Mahler o Igor Stravinsky) nos tienen acostumbrados a gigantyescas curvas sonoras, Elgar es sinónimo de contención británica.  Y es que la música sinfónica de principios de siglo xx tendió a esa clase de megalomanía que no se encuentra en Elgar más que en pasajes muy concretos. a los fuegos artificiales.  En el célebre Pájaro de Fuego, Stravinsky (1910) nos abruma con dos minutos de reiteración melódica, cada vez más pesante, empleando a fondo los mejores recursos del estilo ruso de Tchaikovsky y Rimsky Korsakov. Sin duda, la culminación perfecta a 45 minutos de acrobacias orquestrales:

 

En la extremadamente orgiástica octava sinfonía, también de 1910, Gustav Mahler emplea una fuerza de idéntico calado, aunque al servicio de una sensibilidad opuestas, que emplea textos del Fausto de Goethe:

 

Aunque profundamente diferentes, ambos casos comparten una aproximación idéntica al concepto de «final de obra». El último minuto de música parece haber tomado una dimensión apoteósica, culminante: no se trata solo de una conclusión, sino de una celebración instrumental de todo el periplo musical que acaba de suceder en el escenario. No se descubre nada al decir queesta tradición de dilatación simfónica de la coda la engendró Beethoven (empezando por la primera sinfonía), repitiendo una y mil veces el acorde tónica antes de dejar que el oyente se levanta de la butaca y se vaya de la sala.

Puede que de todos los autores de las generaciones románticas fuera Johannes Brahms el menos dado a esa clase de imposiciones, y sus finales resulta a menudo sino menos épicos, más condensados y sintéticos que los de Tchaikosvky o Bruckner. He aquí un buen ejemplo de esta condensación, sacada de su cuarta simfonía op. 98 (1885), en la que se mantiene el espíritu clásico del intercambio entre dominante y tónica para finalizar el movimiento:

 

Como heredero de la gran tradición simfónica germánica de Brahms, Elgar es responsable de finales amplios y grandiosos, pero a menudo fieles a ciertos formulismos tradicionales que se encuentran en Brahms. Como la de los maestros antiguos, parece que Elgar haya dispuesto el final en ese lugar del mismo modo que habría podido situarlo antes o después: la terminación no resulta una conclusión lógica de los eventos ni un agotamiento de los materiales, sino de la necesidad artística de llegar a una interrupción. Su imaginación es fértil, y parece que su vena melódica podría dilatarse hasta el infinito sorprendiendo con mil y un giros más. En la conclusión de su concierto para violín op. 65 (1909) se encuentra una de las muestras más brillantes de su estilo conclusivo, directamente heredero del modelo clásico:

Algo incluso más evidente puede localizarse en la conclsuión de su elegíaco concierto para violochelo op. 85 (1919), una de las obras cumbres del autor:

Ambos ejemplos tienen en común una cierta precipitación hacia el acorde final: la conclusión no parece estar preparada y los argumentos musicales se ponen literalmente a galopar. Las diferencias con Stravinsky o Mahler son abrumadoras, y representan una posición diferente frente a la creación musical. Los finale de Elgar parece rechazar toda suerte de trucos simfónicos, efectos tímbricos sorpresivos y demostraciones de ampulosa fastuosidad. la consecuanci lógica de Mahler y Stravinksy son terminaciones; la natural derivación del estilo noble y sereno de Elgar no es la sobredimensión del clímax.

Elgar es algo más que el autor oficial, algo más que las marchas de Pomp and Circunstance, algo más que el ideal sonoro del final de un imperio. La grandiosidad de Elgar aún está por descubrir.