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En un artículo anterior, traté de acercar a los lectores las razones que han desplazado la música británica de los cánones y repertorios clásicos. Se trata solamente de una breve aproximación a un fenómeno que es muy complejo, y que por supuesto no solamente responde a factores discursivos e históricos, sino también a otros que son esenciales de la propia música británica. Estoy totalmente convencido de este extremo porque he podido observar el mismo fenómeno en otros campos de la expresión artística, y también en la literatura. Dickens es la excepción que confirma la regla, aunque no estoy muy seguro de que su obra (no solo su nombre o el de sus personajes) sea tan conocida como la de Tolstoi o Balzac.
Hace ya bastante tiempo que ando buscando un buen símil que explique la naturaleza un tanto peculiar de la música británica de entre 1890 y 1940. La elección de este período en particular no es gratuita. Hablo, claro está de esa época de renacimiento de la música clásica británica que va desde Elgar hasta Britten. La música británica de esa época tiene en apariencia todos los ingredientes para gustar tanto como la Strauss o Mahler, aunque es un hecho palmario que no es así. 1890-1940 es un período de cambios sustanciales en el lenguaje musical, el público y la composición misma.
En realidad, las peculiaridades británicas aplicadas a la música no son sutilezas, sino una concepción particular de la continuidad musical, del desarrollo, del uso de los colores tonales y, en particular, de una forma muy personal de entender la repetición. Toda esta terminología técnica es en realidad del todo inservible: sus capacidades analíticas carecen del todo de espíritu de síntesis, y dicen muy poco (o nada) a los profanos. Valgan ahora los argumentos ya expuestos en la primer aparte de este artículo como apoyos para esta idea.

Música y Jardines
Por fortuna, esta semana creo haber encontrado una buena comparación que espero sea útil a los lectores para comprender un fenómeno que se resiste a ser explicado en términos puramente musicales. Se trata de las diferencias entre los jardines formales franceses y los jardines británicos. En primer lugar, es preciso aclarar que en Inglaterra no se usa la expresión «jardín británico» (como en Francia tampoco tortilla a la francesa). Esta expresión se emplea en el continente para designar una concepción irregular, con caminos tortuosos y vegetación aparentemente no domesticada, dando una impresión natural.
En oposición a este planteamiento de imitación de la naturaleza, el jardín formal francés trata de subyugar a la naturaleza, reconstruyéndose en formas geométricas, simetrías y espacios concebidos de una manera arquitectónica. El comportamiento de la música británica se asemeja al jardín tipo inglés: se resiste a la domesticación y a renunciar a cierta naturalidad desligada de las medidas humanas. Ciertas piezas clave del repertorio (pienso en la grandes obras orquestales de Elgar, o Billy Budd de Britten) se resisten firmemente a este nuevo orden de la música atonal como la vegetación libre en el jardín inglés. Eso no significa que vivan de espaldas a las simetrías racionales, sino que las integran con gran delicadeza y sutilidad.

En la música inglesa del cambio de siglo y hasta la Segunda Guerra Mundial, el aroma a decadencia se mezcla con la sobriedad y la elegancia, a esa clase de decoro al que renunciaron Mahler y el primer Strauss. Por monumental que pueda ser la 8va sinfonía de Mahler o los Poemas sinfónicos de Strauss, nunca sumergen al oyente en una suerte de ambiente natural sin horizontes definidos, perpetuamente brumoso y melancólico. Lo más inglés que ha escrito Strauss en su sinfonía Alpina apenas roza esa clase de imágenes. Lo curioso es como los autores ingleses consiguen esa clase de densidad paisajística sin la necesidad de renunciar (más bien todo lo contrario) a la línea melódica de corte tradicional.
La contención británica
Me imagino que Elgar estuvo tentado de abrir la puerta a esa clase de invención colérica, contrastante, premonitoria de todos los desastres. Incluso la música de Britten, directamente contemporánea a los conflictos internacionales que azotaron la primera mitad del siglo XX, nunca desborda ese caudal de irracionalidad, manteniéndose dentro de ciertos límites estructurales. Gran parte de su fracaso con la audiencia es precisamente ese esfuerzo de contención, que la contemporaneidad no perdona. A mi entender, no es nada extraño que Inglaterra fuera, precisamente por ser Inglaterra, la cuna del Pop. La ansiedad musical que estos autores barren sistemáticamente bajo la alfombra es de un sibaritismo estelar, aunque entraña (como se ha visto) la epidemia más severa que ha sufrido la música desde que a los seres humanos nos alcanza la memoria musical.
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