Sandalias con calcetines (I)

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SANDALIA
A Orillas del Támesis habita en el amor por lo inglés. Sin agitación pero con tenacidad, con rigor y autoridad, deseamos que disfruten de nuestros artículos como de las cosas buenas (el té entre ellas). Si puedes permitirte pagar 1 dólar al mes, conviértete en nuestro mecenas.

Se sabe que Inglaterra no ha sido (ni es, en números absolutos) una de las mecas del turismo mundial. Viajemos hacia atrás. Italia fue, durante el glorioso siglo xviii, el primer destino de los intrépidos, sobretodo ingleses y alemanes, que pretendían perderse por los remotos inicios de la historia occidental y, aún más eso, disfrutar de los manjares locales (los de mesa y los de cama). Los italianos, si me permiten la digresión, fueron los inventores de la idea de sablear al turista, y conviene decir que el inglés, especialmente el londinense, quien fue e primero en dejarse sablear de lo lindo en la Florencia, Roma y la Puglia. Si Sterne hubiese terminado su célebre Viaje Sentimental y, por ende, nos hubiese ofrecido la posibilidad de llegar con él hasta Italia, tendríamos el ejemplo más perfecto de un Inglés en Italia, es decir, de como un pez se maneja muy mal en el desierto.

Y todo este preámbulo me sirve nada más y nada menos que para contarles que, si bien el inglés tiene el gen del viajante ávido (ya en los albores del turismo, los ingleses fueron los primeros coleccionistas de souvenirs), nunca ha sido muy hospitalario y que Inglaterra sigue siendo, en cierta medida, esa ciudad pestilente y brumosa de la que se quejaron los pocos que se decidieron a visitarla en la prehistoria del turismo. En el pasado, los pocos europeos que cruzaban el estrecho en barcaza lo solían hacer por eso que hoy llamamos motivos laborales. Ya contamos en un artículo sobre los Mozart en Londres un caso excepcional de esa clase de visitas, y lo despampanados que quedaban algunos de ver cómo se encendían y apagaban a diario miles de luces públicas, y se extasiaban con las toneladas de carne, grano o cerveza que se consumían a diario.

Pero de todo eso hace ya mucho, demasiado, y las farolas ya no sorprenden a nadie o a casi nadie. ¿Qué puede ofrecer Inglaterra al viajante de nuestro siglo? Juguemos sucio. Sobre la fama de la cocina inglesa no hace falta comentar nada; sobre sus mujeres, tampoco; sobre el clima, aún menos. El viajero de museo puede visitar Londres y poco más; el amante del paisaje natural, si sube lo suficiente, podrá gozar de cosas inauditas y nunca vistas en Escocia. Sin embargo, y juzgando que incluso los sitios más extremos del planeta son hoy por hoy completamente visitables y uno no escapa a encontrarse a un paisano hasta en la luna, la cosa disminuye bastante. Pero no todo está perdido, amigos. Viva! El que verdaderamente puede gozar de lo lindo en Inglaterra es el viajero antropológico, un ser verdaderamente notable pero en extinción, que saborea las costumbres más que los manjares, y la urbanidad. Esperemos que nuestro amigo, el señor Subirats, tenga a bien contarnos una de sus historias londinenses que corrobororan ese placer por el costumbrismo.

BIZZARRERÍAS INGLESAS

¿Entonces, volviendo al asunto que nos atañe, qué hacer con los ríos de gentío vulgarísimo que se han pateado Europa entera sin que Europa haya quedado un ápice en ellos cuando quieren cruzar el canal de
la Mancha? A falta de Coliseos, Vaticanos, Trastevere y demás vestigios de un pasado glorioso (porque la gloria de Inglaterra está en sus costumbres más que en ningún edificio) han tenido que inventar las cosas más estrafalarias que uno pueda imaginarse para atraer a todos los paletos de Europa. En el catastrófico mundo de la horterada (un servidor pensaba firmemente que el pueblo francés, en su infinito mal gusto, sería el campeón indiscutible y eterno), los ingleses han construido a imitación, nada más y nada menos que los Lituanos, un museo diminuto, que se ha convertido hoy en campeón de mis reflexiones. Si bien podría decir mil y una cosas de este lugar catastrófico símbolo de nuestra espiritualidad contemporánea, será mejor que el lector se haga una idea de su sitio web, que ofrece mejores explicaciones que las que puedo dar yo aquí.

La mencionada casa sin pies ni cabeza o, mejor dicho, con la cabeza en los pies.

Aunque no lo crean, se trata de exactamente de lo que han visto sus ojos: una casa del revés, los pies en la cabeza y la cabeza en los pies, en la que el turista de risa fácil, con la cabeza caliente gracias a un par de pintas templadas puede tomarse unas fotografías como si estuviera caminando por el techo, simular que cocina boca abajo y todo lo que su imaginación desbordante pueda ofrecerle en ese instante de éxtasis glorioso. Ahí se acaba la cosa, señores, porque uno sale del museo peor de lo que ha entrado: no busquen tres pies al gato. Cinco pounds por cabeza, y le quitan a uno un trocito de dignidad. No se pierdan el Why us. Podría convertirse en un decálogo de la filosofía del siglo veintiuno. El éxito del esperpento es tan arrollador que además de la casa en Brighton ya se están construyendo dos más en el país.

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