Dos cumbres de la música (británica)

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Últimamente vengo publicando algunos artículos sobre la idiosincrasia de la música británica. Esta semana he dado cuenta de que aún es hora de que proponga alguna audición para profundizar en esas ideas que solamente han quedado en el plano teórico. Por norma desconfío de esa deriva, así que trataré de poner remedio de inmediato a esta tendencia. En el artículo de hoy, compuesto (muy a pesar mío) a la moda de nuestro tiempo, presento dos fragmentos  fundamentales del repertorio británico, separados por 200 años, y con similitudes en el fondo y diferencias en la forma. He escogido «fragmentos» y no «obras» y  «dos» y no «quince» para que mi intento de acercarme a un lector sin ninguna formación musical (bienvenido será el que la tenga, no leerá ninguna indiscreción) sea más exitoso. Empezamos hoy una serie de Greatest Hits de la música británica.

Ambos fragmentos son cumbres de la música escrita por autores británicos, pero como las verdaderas cimas artísticas, lo son también de la historia común de la música occidental. Y digo «occidental» no solo por convención o porque ahora resulte más respetuoso con vete-a-saber qué tradiciones musicales, sino porque ambas rezuman los valores de la tradición europea, y son, cada uno a su manera, dos puntos culminantes de la evolución de la música Europea. Los verdaderos hitos del arte traspasan la particularidad y se convierten en universales sin perder un ápice de su localismo. En esta simple fórmula reside, bajo mi punto de vista,  el éxito absoluto de los grandes artistas. Sobra decir que estas dos piezas de música rezuman espíritu anglosajón y por eso son una suerte de canto nacional, de himno de lo anglófilo: el lector medianamente atento podrá descubrir en ellas los rasgos que ve venido apuntando en los dos artículos titulados Para acercarse  a la música británica (I)  y Para acercarse  a la música británica (II)

 

1. henry purcell: dido’s lament

 

Henry Purcell (1759-1795) es para muchos el padre de la música británica. Hay que reconocer que, como en el caso de Haendel, Purcell sintetizó una tradición que venía de lejos, pero como el de Halle tuvo un talento enorme para ser original. Entre su obra extensa, en la que dominan por supuesto las óperas (bellísimas y mayoritariamente desconocidas), sobresale Dido y Aeneas, compuesta en 1688. Dido y Aeneas no es una ópera cualquiera: se trata de una de las óperas más trascendentes del alto barroco además de ser la primera ópera nacional inglesa. El fragmento más célebre de esta obra es este lamento, el aria en la que Dido pronuncia sus últimas palabras antes de morir tras haber tomado el brebaje fatal. A nivel técnico, la pieza esta compuesta por un bajo obstinado (algo que se podría resumir como un acompañamiento siempre idéntico que va repitiéndose una y otra vez), por el que sobresale la voz solista, que poco a poco, va muriendo en el escenario.

Creo que no descubriré nada si sigo que este lamento fue uno de los primeros ejemplos de «muerte de amor» con los que la historia de la ópera nutriría de más ejemplos durante los siguientes 200 años. Nada parece más simple que relacionar este pequeño episodio con la célebre Isolde-liebestod (muerte de amor de Isolda) que cierra el incomparable Tristan und Isolde de R. Wagner.

Si Purcell consiguió algo en este fragmento es sin duda captar a la perfección las pasiones barrocas del seiscientos, el espíritu de la música con basso continuo y al mimo tiempo abrir las puertas a una nueva sensibilidad. Esta nueva visión de la expresión musical, del solo vocal, de la figura moribunda en el escenario acompañada por sus pasiones y por los instrumentos del foso, será una nueva manera de afrontar el hecho operístico y su vivencia. En esto, como en tantas otras cosas, este autor nunca ha sido suficientemente admirado.

 

 

2. EDWARD ELGAR: NIMROD

 

No hace mucho conté en un artículo sobre Elgar, que las Enigma-variations (1898) fue la obra que catapultó a este autor a la fama y al reconocimiento público. A finales del siglo XIX habían pasado más de 200 años desde que apareciera públicamente el Dido y Aeneas de Purcell, y la música británica parecía haber tenido un enorme socabón que había durado dos siglos. Purcell fue el fundador de una tradición británica que no lograría arraigar del todo en las siguientes generaciones, y algo similar puede decirse de Elgar. Su música se deshizo con la rápida transformación que vivió el mundo en el siglo XX y aunque su música estaba destinada a ser el principio de unas grandes posibilidades, quedó como un reducto del pasado romántico en poco más de 15 o 20 años.

Purcell y Elgar, sin embargo, comparten un aura de cúspide, pero al mimo tiempo de consumación del espíritu inglés. Dentro de las variaciones enigma (curioso ejercicio de ocultación de la melodía principal sobre la que el compositor parece hacer variaciones), destaca por encima de todo el famoso Nimrod. La novena variación se hizo tan popular que incluso se ha empleado durante los últimos 100 años como música para funerales y otras ocasiones solemnes. Es un ejemplo único de condensación de la espiritualidad y la visión británicas de la vida: sentimental como Sterne y melancólica como Wilde. El uso de la orquesta es magnífico, sereno y equilibrado: no hay ni una estridencia, ni un timbre que desdibuje un paisaje sereno y reconfortante. Muchos antes que yo han sabido reconocer en esta breve pieza todo el estilo que durante los siguientes 20 años llevaría a Elgar a ser reconocido como el emblema del sonido británico. Más allá de ese contenido, la obra rezuma belleza por las cuatro costados y constituye uno de esos momentos de la historia de la música que suelen llamarse «estelares».