110 años con Elgar

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"Aquí está encerrada el alma de ....."

Sir Edward Elgar,  Violin concerto

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Los amantes del estático y varonil universo sonoro de Sir Edward Elgar (1857-1934), que por suerte o por desgracia no son muchos, lo veneran como algo exclusivo, casi privado. En su catálogo no se encuentran arrebatadas pasiones dionisíacas ni brillanteces desmedidas; no hay experimentos tímbricos sorprendentes ni egocentrismos acostumbrados entre los autores de su época. La linea melódica es suave y crepuscular; la armonía sólidamente armada en la mejor tradición europea. Con su arte, Elgar dio una bofetada con la mano abierta a las ocurrencias. Como pocos autores,  supo integrar el dorado antiguo de las obras orquestales de Brahms (autor que gozó de gran prestigio en su generación) con el fasto instrumental wagneriano, todo alquímicamente equilibrado. Si a ese ejercicio se le añade la melancolía que rezuma el espíritu británico, inmejorablemente captado por Robert Burton en su Anatomía de la melancolía, nos encontramos frente al milagro musical inglés del cambio de siglo. Dos rasgos bastan para definir la música de Elgar: mantiene siempre el tono, empleando el término de Adorno, y es capaz de continuar la mayestática serenidad de un ground serio, de paso noble y firme. No en balde, Elgar es el compositor de las célebres marchas de Pomp and Circumstance.

Basta un breve repaso por su biografía para concebir al compositor de Worcester fue un outsider católico en una sociedad anglicana, criticado por modernos y retrógrados a partes iguales en las Inglaterra victoriana y eduardiana. Los académicos lo veían como un autodidacta inconsistente; los pedantes, un aburrido nostálgico de un pasado lleno de flecos y tapicerías de velvet. Y es que a pesar de presenciar el drama de la desintegración del mundo viejo y la tragedia de la Gran Guerra del 1914, Elgar fue siempre fiel a una concepción del arte en la que la belleza serena gozaba de un lugar preponderante. Fue esa clase de compositor que no se permitió un solo flirteo con el exhibicionismo, ni con el desgarre de las convenciones. Parece que en su música, el hilo que une el arte y la belleza esté tan tenso y cargado de vigor como en 1850. Por ello no debe juzgarse a Elgar como  incapaz de comprender su mundo, sino quizás alguien que lo comprendió demasiado bien. Frente a muchos otros incapaces de leer su época, supo advertir el cambio de paradigma que significaría la grabación sonora, y tiene el honor de ser el primer gran compositor que se tomó en serio el asunto. Entre 1914 y 1925 se esforzó en grabar gran cantidad de sus obras para orquesta al frente de la Royal Philharmonic Orchestra. El cambio a la grabación eléctrica en 1925  no echó atrás a un músico septuagenario nacido en pleno siglo xix. Re-grabó muchas de sus obras en las mejores condiciones tecnológicas que le ofrecía el sistema, y dejó un testimonio como pocos de la estética musical del cambio de siglo. Su Nursery suite (1931), fue asimismo la primera obra sinfónica estrenada en un estudio de grabación.

the old & the new

Aun siendo un hombre convencido de su arte, en 1909, Elgar se consideraba a sí mismo out-of-fashion, y eso sin duda afectó al devenir de su música. La infinita tristeza de sus melodías y el peculiar aliento de su cadencia son el resultado de un mundo que se tambalea a su alrededor. Poco quedaba ya de los grandes festivales corales de Midlands, en los que Elgar estrenó algunas de sus obras de los 1890′. el mundo y la sensibilidad del siglo xix se marchitaba. En los teatros de Europa, se acababa de estrenar Elektra de Strauss, Mahler había compuesto ya sus ocho primeras sinfonías, y Schönberg empezaba su andanza atonal con Erwartung y otras piezas en los círculos de Viena; Debussy había explorado regiones desconocidas de la forma y el material armónico y el romanticismo alemán parecía  agonizante.

En ese punto crítico de la historia, el finlandés Jean Sibelius sintió algo parecido a Elgar, y no es de extrañar que ha sido relegado a la misma posición de secundario.  Sin embargo, y a diferencia del autor finlandés, Elgar no abandonó la composición  y con esfuerzos de superación inauditos, siguió fiel en su estilo a pesar de la cantidad de corrientes que surgían y se soplaban a su romanticismo tardío. Como Richard Strauss, Elgar se reivindicó sin pretenderlo como estandarte de los valores musicales en decadencia. Si ha existido una a música romántica verdaderamente inglesa, es decir, ecléctica, tranquila, melancólica, tibia e integradora, esa es la que Elgar compuso entre 1890 y 1914.

Elgar
Elgar posando con bastón y bigote alrededor de 1900.

UN ANIVERSARIO

En 2010 se celebró el 100 aniversario de la composición del concierto para violín y orquesta en re menor, op. 61. Coincidiendo con la conmemoración de ese instante glorioso, aficionados a la música descubrieron la belleza de este concierto en las salas de concierto. Se grabó tres veces en un año, y los críticos dieron buena acogida a las grabaciones que llenaron las novedades, especialmente la grabada por Thomas Zeitmair.  Más de uno, advirtió que se trataba del último ejemplo de esa larga tradición romántica que había iniciado Beethoven y que habían transitado Schumann, Mendelssohn, Dvorak, Bruch, Brahms y Tchaikovsky. Sin embargo (y como las conmemoraciones sirven solo para recordar y volver a olvidar de nuevo), diez años más tarde, el oyente medio encuentra algo tediosas las excursiones de Elgar por parajes que no tienen una espectacular vista, pero rezuman una belleza contenida.

Dentro de diez años más, llegará el 100 aniversario de su muerte, ocasión que espero ver para poder calibrar la dimensión que toma Elgar para las nuevas generaciones de compositores. Para entonces, sería interesante analizar comparativamente el boom de Mahler a partir de los setenta y el olvido completo de Elgar. Quizás, acostumbrados a la fuerza a una cultura musical mucho más rápida y efímera, solo podemos dar por buena una realidad fragmentada y quebradiza como la que nos presenta el austriaco en sus sinfonías, y nos resistimos a aceptar un mundo coherente y un tanto aburrido del inglés.

EL ÚLTIMO CONCIERTO

La historia de su composición de esta obra tiene algo de tortuoso. Ya en 1890, Elgar empezó a escribir un concierto para este instrumento, pero insatisfecho con los resultados, destruyó los bocetos. 17 años más tarde, el célebre violinista Fritz Kreisler le animó para que compusiera un concierto para él, y finalmente el encargo llegó de la Royal Philharmonic Orchestra en 1909. Elgar era violinista, y nada malo por cierto, pero insatisfecho con el estilo virtuoso y solístico de su partitura, se dejó asesorar por el violinista H. W. Reed, y seguramente por el mismo Kreisler. La obra se estrenó con gran éxito al año siguiente, siendo el último gran triunfo público del compositor. El concierto op. 61, es una suerte de testamento sentimental de un mundo perdido no solo para Elgar, sino para todo el género. Sólo una única excepción podría reconocerse: el fatídico concierto de Alban Berg de 1935, estrenado en Barcelona.

Desde todos los sentidos, el concierto de Elgar es una obra monumental, la interpretación de la cual lleva más de 45 min. El violín esta acompañado de una orquesta titánica, pero que nunca trata de oscurecerlo. No existe mejor ejemplo que describa  la curva crepuscular de todo el universo que representa Elgar y su control moderado de la orquesta, sola al alcance de orquestadores más que notables.  Innegable es que nos encontramos ante una obra difícil de seguirle la pista, de un nivel técnico apabullante para el solista. El oyente requiere estar familiarizado con el mundo descriptivo y lento de Dickens más que con las innovaciones musicales de la década de 1900: la bruma de Grandes Esperanzas resuena a cada compás. Los paisajes sonoros son de unas proporciones bíblicas, brumosos, de ese género que solo Richard Strauss alcanzó en sus poemas sinfónicos de la misma época. Sin embargo, las lineas melódicas cantabiles y tiernas forman un contrapeso magnífico a esa bruma. Todo en él es triste, melancólico, pero nunca decadente. Los dos grupos temáticos del primer movimiento son buena muestra de ello. Por un lado, el tutti orquestal [00’00» en la versión de Y. Menuhin y el mismo Elgar que enlazamos en Spotify al final del artículo] presenta un tema extremadamente brahmsiano, de bella construcción y de una dignidad remarcables. El segundo tema es una magnífica muestra del estilo noble y emocional de Elgar [06’03»], que recuerda a piezas delicadas y sentimentales como el breve Salut d’amour (1888), o las piezas para violín compuestas de propio Kreisler.

«AQUI ESTÁ ENCERRADA EL ALMA DE …..»

Elgar era un gran aficionado a los juegos y acertijos y un gran asiduo de eso que en el continente llamamos «humor inteligente». La pieza que le lanzó a la fama, las Variaciones Enigma (1899) no son más que un juego de acertijos con los que solía entretener a sus amigos: el tema de la obra está oculto, y las variaciones difinen a personajes de los que solo se dan indicaciones leves o iniciales. En la primera página del concierto para violín, escribió en español: «Aqui está encerrada el alma de …..», citando la novela Gil Blas. Como en las Variaciones enigma, los puntos suspensivos esconden un nombre propio. Se ha especulado sobre quién se ocultaba tras esos cinco puntos suspensivos, y aunque algunas teorías resultan más verosímiles que otras, ninguna es concluyente. Parece que un enigma de este tipo podría levantar el interés de historiadores y melómanos en un Beethoven o un Wagner. Pero tratándose de un personaje tan menor como Elgar, a pocos puede importar descubrir esa clase de minucias. Ahí reside su tragedia y también su total libertad. Elgar fue un hombre colosal, valiente y lleno de esa clase de poesía que como la de Milton, no es apta para todos los públicos. Su música es como uno de esos robles que parecen no haber tenido juventud. Más allá de que Elgar quisiera ocultar el nombre de una dama, de un amigo, de alguien bien amado en esos puntos suspensivos, en el concierto para violín está encerrada el alma de toda una época que con el annus horribilis de 1934, tocó a su fin.

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