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Nota introductoria
Los de A Orillas del Támesis quisimos regalar a Mr. Chips, el hombre cuya filantropía e intereses culturales fomentaron la aparición de este magazine, una pipa de espuma de mar, color marfil, que sería estupenda para quemar tabaco durante las largas tardes de invierno. El regalo le gustó tanto que Fish se levantó de su chester, nos dio efusivamente las gracias, y nos invitó a una de sus célebres cenas que iba a celebrarse tres días después. Acudimos a la cita encantados, vistiendo de etiqueta, preparados para saborear un mundo casi extinto. Las soirée de Mr. Chips son un acontecimiento extraordinario: asíduamente acuden personajes de la aristocracia británica, políticos retirados, mujeres con más dinero que maneras de gastarlo y gentes de alta cuna.
Antes de la cena, Mr. Fish dirigió un discurso a los invitados, cosa que por lo visto, es harto habitual. No se olvidó nunca de mencionar que los dicta a Mr. Chips directamente, porque es así, improvisándolo, como se debe concebir un discurso. Su fiel mayordomo y amigo, es lo más rápido que ha visto en su vida delante de una máquina de escribir.
El discurso de ese día fue tan conmovedor que, antes de despedirnos, pedí permiso a nuestro santo patrón para reproducirlo en nuestro magazine. Con gran alegría, recibí por respuesta un «¡desde luego!», así que me limito a reproducir lo dicho esa noche no sin advertir antes de que puede herir ciertas sensibilidades contemporáneas.

DISCURSO DE MR. fish dirigido a sus invitados
Damas, caballeros, amigos y amigas:
Cuando en 1729, nuestro Jonathan Swift dio a imprenta su célebre A Modest Proposal (Una modesta proposición), no podía saber que casi 300 años después, inspiraría a un ciudadano libre, bueno y preocupado por el futuro de la nación para solucionar un grave problema que nos acecha. Cada época tiene sus dificultades, nadie puede negarlo, y cada época precisa de ideas nuevas para solventarlos. Sin embargo, en el continente se ha perdido el viejo hábito de encontrar y seguir a los precedentes, sin duda a causa de que en los fundamentos del derecho continental la jurisprudencia no es vinculante, cosa que sí ocurre en el mundo jurídico anglosajón. Pero, ¿de qué guisa de ideas hablo?
Empezaré recordando que el ensayo de Swift recomendaba que se comerciara con los niños nacidos de madres indigentes y familias pobres, y fueran destinados a convertirse en manjares para los paladares más refinados: a la edad de un año, un niño constituía un «saludable alimento ya fuera asado, estofado, al horno o hervido». La idea de comerse a los hijos es tan antigua como el tiempo y si no me creen, deténganse un segundo ante esa estupenda pintura de Rubens titulada Saturno devorando a su hijo (1636). Adaptando esa imagen salvaje a la urbanidad inglesa, el principio viene siendo el mismo. Las ventajas de este plan eran muchas, tan variadas que el autor las organizó en seis puntos: primero, disminuir el número de papistas (punto en el que no me alargaré ahora a justificar); luego, constituir algo de valor para los más pobres arrendatarios; tercero, ahorrar dinero al estado introduciendo un nuevo plato en las mesas; cuarto, dar un sustento a las reproductoras constantes, que recibirían ocho chelines al año por niño además de quitarse de encima la obligación de cuidarlos después de primer año; quinto, fomentar la economía de los taberneros y engrandecer el patrimonio de recetas; y sexto, sería un gran estímulo para el matrimonio, puesto que al ver que la cría de niños constituye un buen negocio, tratarían a sus mujeres como puercas a punto de parir y no las molerían a palos (practica tan extendida y denunciada) por temor a al aborto.

Si Swift leía (me figuro yo) a Petronio y Horacio, yo he leído mucho a Quincey y Sterne, razón por la cual mi imaginación está forzada a la urbanidad y las ideas cívicas, que favorezcan la vida pública y el orden del Estado. Y dicho lo cual, conviene que les participe de mi propia propuesta para dar solución a ese problema que aún no he anunciado. Así como mi inspirador se convenció de que las madres indigentes seguidas por cuatro o cinco hijos pobres (como tres patitos siguen a su mamá) constituían un grave problema social, estoy yo persuadido de que va siendo hora de hacer algo con la falta de modales de nuestros conciudadanos. Ese horrible defecto no diferencia entre edades, pero asumo como imposible hacer nada con un hombre adulto que no sabe comportarse como es debido. Lo dice un dicho antiguo, que no logro recordar, pero que en resumidas cuentas dice: mucho más fácil es enderezar un árbol joven y de tronco blando que otro viejo, arrugado y firme. Wilde dice en su Lady Wintermer’s fan: las formas antes que la moral!
Hace unos pocos años, quizás debido a la alarmante degradación de nuestra civilidad, se publicó el Debrett’s New Guide to Etiquette and Modern Manners (2014), un libro esencial para las estanterías de la gente con ciertos principios. El intento, que sin duda habría que traducirse inmediatamente en todos los idiomas para los lectores interesados, es poco más que infructuoso por partir de un principio equivocado: quién verdaderamente necesita este libro jamás lo comprará.
El problema al que nos enfrentamos no es menor, y cada uno puede sacar sus propias conclusiones al respecto. Para mí que la dejadez en la observación de la cortesía es producto de la idiotez de la mayoría de seres humanos, pero, en especial, de la reclusión individual en todo tipo de ensoñaciones tecnológicas. Las relaciones virtuales no requieren ni la más mínima decencia. Pongamos que un sujeto quiere hacerse con un producto cualquiera: cuando no tiene más que dar la orden con un golpe de pulgar, no requiere de ninguna cortesía con un tendero; su transacción no exige ningún trato, salutación, debate, intercambio formal. En consecuencia, sus modales se atrofian y el comedimiento le resulta extraño e inservible. Este diagnóstico (al que no tengo apego ninguno y estoy dispuesto a cambiarlo por otro mejor en cuanto se presente la ocasión) requiere de un tratamiento muy severo para corregir los fallos de nuestra convivencia.
Mi solución a esa tendencia juvenil no pasa precisamente por dar a nuestros jóvenes descorteses la opción de remendarse por su cuenta, sino hacerles útiles a la sociedad mediante la fuerza. No hablo de apartarle de sus juguetes, sino de encomendarles ese antiguo trabajo con el que uno aprendía ciertos modales. ¿Cuál? La servidumbre forzosa. ¡Ay! ¡Cuantos se alzarán ahora en mi contra! ¡Dejen de leer al punto, si son tan mojigatos como para no poder soportar una idea decente!
Señores y señoras: ¿cuántas veces no han visto ustedes a un muchacho que, en lugar de vestir correctamente, caminar derecho o reservarse el esputo para un lugar discreto lo ven haciendo lo contrario?; ¿cuántas veces a una muchacha maldiciendo a su semejante y pegando voces por cualquier cosa? Obsérvenlos y verán al menos tres rasgos comunes: primero, que ambos gozan de su libertad mermando la del hombre educado; segundo, que están demasiado desocupados y, tercero, que van demasiado bien comidos. No me refiero a que estén gordos (aunque muchos están ya entrados en carne, sebosos incluso, a sus trece o catorce años), sino que andan con la barriga tan llena como los miembros más valiosos de nuestras ciudades.
Recordaran ustedes que empecé este artículo diciendo que Swift promovía el «asado de niño» como solución para solventar los problemas de los pobres, y emplear a las madres en la cría de bebés suculentos. Mi solución para los faltos de modales, señores, es que sus padres nos vendieran a buen precio a sus hijos descarriados, los Ni-ni adictos a la vagancia y demás seres de esa guisa. Todos los padres con un mínimo de sentido común aceptarían el trato. Los cultos y formados, por vergüenza de un hijo que no hay forma de encarrilar y los necios y bárbaros por una simple cuestión de sacar provecho de algo que les ha costado tanto dinero. Estarán de acuerdo conmigo en que es tan nefasto tener un hijo atontado que un padre salvaje, así que las puertas de la servidumbre también estarían abiertas para aquellos que voluntariamente quisieran entregarse a forjarse un oficio.

Mi solución no pasaría por cocinarlos, pues la carne adolescente tiende a ser dura y se deja cocinar mal, sino para que sirvan las comidas. Las labores de poner y servir la mesa constituyen la mejor escuela para aprender a comportarse debidamente. A cambio de ese servicio (que estaría regulado por unas directrices dictadas por la mismísima nación) se les daría también manutención y comida, se les vestiría y se les daría una ridícula paga, insuficiente para cualquier cosa que valga la pena. Después de tres años de servicio y en función de sus progresos, cada amo dispondría de él como mejor se le antojara y le daría por ello la paga que él mismo dispusiera.
Este sistema tendría, como poco, varias cosas provechosas para el conjunto de la ciudadanía: una, que se limpiaría las calles de jóvenes desocupados, dando espacio y más oportunidades a los jóvenes de mejor espíritu; segunda, que se contentaría a los nacionalistas, porque emplearía en servicios domésticos a gente del país; tres, daría alivio a los nobles que se han visto obligados a prescindir de ciertos privilegios a los que estábamos acostumbrados, recuperando el goce de ser servido del que ilegítimamente se les ha privado; cuatro, se formaría en un oficio muy valioso a una generación de gente abocada al fracaso y, quinto, que una porción (pequeña) de esos jóvenes querrían ganar la libertad a base de imitar los modelos adecuados, y como ustedes saben bien, no hay nada más preciado para la gente humilde que lo se ha ganado con su propio esfuerzo.
Yo, caballeros, sería el primero en reservar una pequeña suma para comprar una o dos muchachas de lo más ramplonas y me sentiría feliz de contribuir a mi nación enseñándoles cómo han de comportarse. Por esos servicios les daría all you can eat de sopa muy aguada, un catre improvisado, no muy grande ni blando, y dos o tres monedas a la semana para sus indecencias. Que se sepa desde ahora mismo: no tengo ningún hijo suficientemente desgraciado como para poder contribuir a este nuevo estamento social.
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