Alfred the Great,
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Algunas naciones renombran sus mejores calles y sus aeropuertos cuando los cadáveres y los legados de sus héroes aún están tibios. En algunas ocasiones, más excepcionales, se les confiere el epíteto «Great», Grande, a aquellos héroes que se alinearon o se mantuvieron firmes al lado correcto. Otras veces también se les da esa consideración a los que no lo estuvieron.
Para los ingleses, esta lógica funciona sutilmente diferente: sólo un rey ha sido catalogado de Grande y nació, vivió y murió hace tanto tiempo que nos es difícil saber hacia donde apuntaban los lados. Por no saber, tampoco sabemos dónde están sus huesos, que fueron saqueados y diseminados por los Puritanos durante el siglo XVIII.
En el continente conocemos muy poco acerca de sus hechos y prodigios. No somos los únicos: para los ingleses contemporáneos la situación no difiere en demasía de la nuestra. Quizás los únicos seres que tienen un recuerdo constante de su existencia son los habitantes de Winchester, la que fue su capital, gracias a la estatua – espada en mano – que domina la entrada sur de la ciudad. Hoy no toca revisar a fondo la biografía de Alfred the Great, fácil de hallar en todas sus variantes y expresiones para el lector hiperconectado. Profundicemos en su espíritu.
Alfred the great y las segundas oportunidades

Quizás la historia más conocida sobre Alfred the Great nada tiene que ver con sus grandes obras aunque nos ofrenda una lección útil. Relatada por un monje anónimo en La vida de San Neot, nos cuenta que, el rey, paseando en profundos pensamientos mientras sus tropas estaban acorraladas por los vikingos en Athelney, llegó a la casa de un porquero y pidió hospitalidad sin revelar su identidad. Mientras la esposa del porquero horneaba unos panes, el rey se sentó cerca del horno para mantenerse caliente y meditar el siguiente movimiento militar del que dependería el futuro de toda una nación. La esposa del porquero, ocupada en sus quehaceres domésticos, olió a quemado, se apresuró hacia el horno y le dijo a Alfred mientras salvaba los panes: «Dudas en girar los panes que ves quemar, ¡y sin embargo te alegra comerlos cuando salen calientes del horno!» El rey, que nunca le reveló su identidad, aceptó la reprimenda en señal de humildad y gracia. Después ayudó a la esposa del porquero a terminar el pan.
Acostumbrados a relatos hiperbólicos y vitaminados por la técnica, ¡qué difícil nos resulta extraer de un relato como este la jalea qué contiene para nuestro espíritu! La historia no habla de la humillación de un rey, ni solamente del reconocimiento de las faltas. Primero, va sobre la habilidad de la esposa de un porquero de reprender a un monarca. Quizás antes que nada nos habla de la importancia de lo práctico sobre lo intelectual -idea profundamente inglesa-, pero también sobre las segundas oportunidades: del valor de volverlo a intentar.
Mientras Alfred estaba en la casa del porquero, su ejército era sonoramente vencido por los Danes. Él, delante de unos panes quemados estaba pensado como asestarles el siguiente golpe. Esta historia está diseñada para alzar los corazones de las personas en los momentos difíciles, al igual que la historia de Robert the Bruce o el discurso final de The Professionals entre Burt Lancaster y Jack Palance. La grandeza de Alfred reside en que nunca se rindió. Acorralado en un primer momento, terminó venciendo a los vikingos y forzando a su oponente, Guthrum, a convertirse al cristianismo como parte del tratado de paz posterior.
Venció a los temidos vikingos. Escribió las leyes

Alfred, nacido en el 849, vino a un mundo en constante amenaza. Los Vikingos habían emergido del mar casi un siglo antes, en el 793, en el famoso episodio ocurrido en el monasterio de Lindisfarne. A partir de ese momento, se empeñaron en conquistar casi cada pedazo de lo que hoy conocemos como Inglaterra. Al igual que Winston Churchill, Alfred obtuvo el poder en el instante previo al desastre, en las horas más oscuras, y al igual que Churchill, supo encontrar el camino de la victoria.
Los victorianos amaron a Alfred the Great por considerarlo el símbolo de la raza Anglo-Sajona, de la cual creían que provenía la grandeza de los ingleses. También por sus libros y por su profunda sabiduría; por fundar la armada inglesa y por edificar las primeras construcciones que convertirían a Londres en un puerto. También lo amaron por su tozuda oposición a la adversidad: no sólo a los vikingos, también a la enfermedad.
Antes de convertirse en un símbolo para los victorianos ya había sido un personaje clave en la vida e imaginario de sus antepasados por escribir The Laws and Liberties of Old England, importante para la formación de la tradición serena de lo inglés – enaltece el valor de la promesa – pero unos escalones por debajo de la Carta Magna en el imaginario colectivo.
Irónicamente, teniendo en cuenta lo poco que nos queda de los escritos de Alfred, su hijo nos recordó lo importante que es preservar las leyes escribiéndolas sobre papel para que estas no sean «convertidas a la nada por el asalto del brumoso olvido», destino que de momento el mismo Alfred ha conseguido evitar, aunque por poco.
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